Trabajo por proyectos, flexibilidad y aprendizaje autónomo en vez de exámenes, libros y clases magistrales. Tres colegios de la orden inician un cambio radical
Una raya en el pasillo separa el viejo suelo gris del nuevo suelo amarillo en el colegio Claver de los jesuitas en Raimat (Lleida).
Los niños saltan de un lado a otro. “¡Siglo XX!”, gritan cuando pisan
el terrazo gris; “¡siglo XXI!”, cuando caen en el lado amarillo. A uno y
otro lado de esa raya conviven desde septiembre dos modelos pedagógicos
muy distintos. En el lado gris siguen con sus lecciones de toda la
vida. En el lado amarillo los niños trabajan por proyectos y en grupos. A
un lado hay asignaturas, exámenes y un timbre que marca las horas. Al
otro, el trabajo es interdisciplinar, los horarios son flexibles, la
evaluación es continua y las ciencias se aprenden haciendo un trabajo
sobre reciclaje. Siglo XX, siglo XXI.
“El alumno es el centro del nuevo modelo”, explica Minerva Porcel,
directora pedagógica del cambio en el Claver, paseando entre las mesas
de colores. “Los niños aprenden haciendo, son más autónomos, el trabajo
es colaborativo, los profesores hacen preguntas, no dan las
respuestas…”.
El Claver es uno de los tres centros concertados (unos 300 euros con
comedor) donde los jesuitas de Cataluña están implantando el proyecto Horizonte 2020.
De momento, solo en tres cursos: primero de infantil (tres años),
quinto de primaria (nueve), y primero de la ESO (12). El plan es que en
2020 funcione en los ocho colegios catalanes de la orden, que suman
13.000 alumnos.
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En quinto, la mañana arranca con el “inicio del día”, 15 minutos para
plantear los objetivos de la jornada y charlar. Aquí se habla sobre
Charlie Hebdo o Siria. Hoy toca la Cuaresma, esto es un colegio
religioso y en todas las clases hay una cruz. Pero la evangelización
siglo XXI no es catequesis: los niños comparten sus buenos propósitos y
los profesores leen unas notas de agradecimiento anónimo (“A Marina,
porque me hace caso en el patio cuando me ve sola”). Luego se desean un
buen día y cada grupo se pone a lo suyo.
Aunque se hayan visitado antes
colegios alternativos, lo llamativo del Claver es que está mutando.
Pasillo con pasillo, se puede ver un cole de toda la vida y uno
distinto. En el lado gris hay pupitres (el del maestro, al frente),
pizarras y puertas con ventanucos que permanecen cerradas. Niños en
silencio que miran al frente. Las aulas de los pasillos amarillos, sin
embargo, son transparentes, con enormes ventanales y las puertas siempre
abiertas. Hay gradas y las mesas tienen ruedas para poder agruparse.
Los niños hablan y se mueven con libertad. Bajo enormes lámparas
tubulares hay zonas comunes con sofás, pufs, o un jardín vertical que
están construyendo ellos mismos. En el aula de los pequeños hay un
anfiteatro pistacho que en uno de sus extremos se convierte en tobogán.
Visualmente, los jesuitas han hecho con estas aulas lo que Google hizo con sus oficinas.
El proyecto también ha redecorado la cabeza de 261 alumnos y 14
profesores voluntarios, porque, como en Silicon Valley, el gran cambio
es la forma de trabajar. “Ahora mola más venir al cole”, sentencian
Bernat, Enric y Albert, de 13 años, mientras diseccionan un corazón de
vaca. “Los profesores te explican un poco, pero somos nosotros los que
tenemos que observar, investigar, ir probando…”, dicen introduciendo
distraídamente dedos enguantados por la vena cava.
Es lo que la pedagogía llama “aprendizaje por descubrimiento guiado”.
“No es que no haya un control, sino que los niños son menos conscientes
de él, y más activos, igual que no es que no haya libros, es que no
solo hay libros... El mundo es el aula”, explica Minerva Porcel, que
pasó tres semanas en Finlandia estudiando su sistema educativo, considerado uno de los mejores del mundo. “Este proyecto bebe de muchas fuentes”, explica. “De las inteligencias múltiples de Gardner a la educación nórdica”.
Aunque hay clases específicas —de matemáticas o alemán—, el grueso
del día fluye sin una pauta marcada por lecciones y los chavales se
organizan a su propio ritmo. El ambiente bulle, sí, pero hay una
evidente concentración. Los niños no deambulan, se mueven con
propósito. Se les ve motivados, y a sus profesores también. Nadie parece
aburrirse.
“Es más divertido y aprendes igual”, dice María Solá, de 13 años. “A
lo mejor no igual de rápido, pero se te queda más”. Los proyectos duran
tres semanas y se trabajan en grupos de cuatro o cinco. “Si trabajas
individualmente, solo tienes una idea”, explica Sergio Arazo, de 13
años. “En grupo se te ocurren más y puedes elegir la mejor”.
“Antes tenías una asignatura que duraba una hora, y luego otra, pero
en los proyectos tocas dos o tres materias a la vez”, dice Sergio. Las
civilizaciones antiguas se aprenden haciendo el trabajo Be water, Nefertiti, que también cubre el ciclo del agua de Naturales; el proyecto Raperos y reporteros,
cuyo objetivo final es grabar un videoclip de hip hop con denuncia
social, explica los recursos retóricos de Lengua, ejercita la traducción
de Inglés y ameniza el aprendizaje de Música. El colegio traduce estos
contenidos en materias para que los apruebe la Generalitat, que ya ha
realizado varias inspecciones este año.
El otro gran cambio es que las dos clases de 30 alumnos se han
fundido en una de 60 que cuenta con tres tutores multidisciplinares
(científico, lingüista, humanista) que están al mismo tiempo en la misma
clase. “Para nosotros el día a día ha cambiado totalmente, antes dabas
clase encerrado y ahora nuestro trabajo en equipo es un ejemplo para los
niños”, dice Xavier Solé, que pasó un trimestre formándose a tiempo
completo para la nueva etapa. “Coger el libro, leerlo y comentarlo, lo
puedo hacer ahora y dentro de 20 años... Siempre había intentado probar
cosas nuevas, pero no era fácil llevarlas a cabo. Ahora me siento
apoyado”. “El trabajo es mucho más creativo”, asiente Magda Ballesta,
coordinadora de Infantil. “Sí, implica más esfuerzo. Es más fácil
ponerles a rellenar fichas, y a veces lo hacemos, pero como maestra lo
que me gusta es crear actividades propias”.
Finlandia, hacia el fin de las asignaturas
En educación, todo lo que hace Finlandia, que lleva años liderando el informe de evaluación PISA, se mira con lupa. Maestros de todo el mundo peregrinan para ver cada innovación que tiene lugar en sus aulas. Por ello, cuando el periódico británico The Independent tituló la semana pasada “Finlandia elimina las asignaturas”, el Consejo de Educación finés se vio obligado a publicar una aclaración sobre la reforma educativa que acometerá en 2016.
Las asignaturas no van a ser abolidas del todo el próximo curso,
matizaba la institución, pero el nuevo currículo fomentará y obligará a
introducir largos proyectos interdisciplinares que se llevarán a cabo en
clases colaborativas en las que los niños trabajarán en grupos y habrá
varios profesores de distintas materias simultáneamente en el aula. Lo
cual no se parece en nada a cómo se dan las asignaturas de toda la vida.
El horario que ocupen estos proyectos respecto a las asignaturas tradicionales, es decir, la radicalidad o moderación del cambio, dependerá de cada colegio ya que el sistema está fuertemente descentralizado.
“Que no cunda el pánico: los colegios finlandeses seguirán enseñando matemáticas, historia, arte y música”, escribió tras el revuelo el profesor de Harvard finés Pasi Sahlberg en la web The Conversation. “Pero los niños [de 7 a 16 años] también aprenderán a través de temáticas más amplias, como la Unión Europea o el cambio climático, que aportarán módulos interdisciplinares de idiomas, geografía, ciencias o economía”. “La integración de materias y el enfoque holístico del aprendizaje no son nuevos en Finlandia”, continuaba el experto que recuerda que este enfoque forma parte de la cultura educativa finesa desde los ochenta.
La reforma de 2016 también da más voz a los niños, a quienes se involucra en la planificación y evaluación de sus propios proyectos. “Tenemos que ayudar a los niños a comprender y analizar su propio proceso de aprendizaje y a ser cada vez más y más responsables de él”, explica en la web del Consejo de Educación, Irmeli Halinen, directora del desarrollo curricular nacional.
La reforma también pretende reforzar el aspecto lúdico en el ciclo de educación infantil.
El horario que ocupen estos proyectos respecto a las asignaturas tradicionales, es decir, la radicalidad o moderación del cambio, dependerá de cada colegio ya que el sistema está fuertemente descentralizado.
“Que no cunda el pánico: los colegios finlandeses seguirán enseñando matemáticas, historia, arte y música”, escribió tras el revuelo el profesor de Harvard finés Pasi Sahlberg en la web The Conversation. “Pero los niños [de 7 a 16 años] también aprenderán a través de temáticas más amplias, como la Unión Europea o el cambio climático, que aportarán módulos interdisciplinares de idiomas, geografía, ciencias o economía”. “La integración de materias y el enfoque holístico del aprendizaje no son nuevos en Finlandia”, continuaba el experto que recuerda que este enfoque forma parte de la cultura educativa finesa desde los ochenta.
La reforma de 2016 también da más voz a los niños, a quienes se involucra en la planificación y evaluación de sus propios proyectos. “Tenemos que ayudar a los niños a comprender y analizar su propio proceso de aprendizaje y a ser cada vez más y más responsables de él”, explica en la web del Consejo de Educación, Irmeli Halinen, directora del desarrollo curricular nacional.
La reforma también pretende reforzar el aspecto lúdico en el ciclo de educación infantil.
“Hay otros colegios con proyectos
innovadores, pero esto son los jesuitas, la significación es distinta”,
opina el catedrático de Sociología Mariano Fernández Enguita.
“Hace siglos fueron ellos los que implantaron los patrones de lo que
ahora consideramos el aula tradicional: no son cualquier cosa”. “Ahí
reside precisamente la bomba: una orden religiosa viene a agitar las
aguas estancadas del sistema educativo español y a dar sopas con honda a
la escuela pública”, escribía el experto en su blog.
“La escuela convencional ha de evolucionar, porque está basada en un
mundo que ya no existe”, continúa por teléfono. “Ellos se están
adaptando”. A Enguita le gustaría ver una evolución parecida en la
pública. “Pero hace falta una dirección fuerte para llevarla a cabo,
porque no todos los profesores van a estar de acuerdo”, opina.
“Yo, si fuera padre, sacaría a mi hijo”, sentencia Felipe de Vicente, presidente de Asociación Nacional de Catedráticos de Instituto.
“Estos inventos buscan que los niños estén entretenidos... Y a la
escuela se va a aprender”. “La clase magistral no es mala, yo lo he
aprendido todo así y tengo dos oposiciones”, continúa. “A Cervantes hay
que explicarlo, y del Teorema de Euclides no se puede hacer un rap”.
Llevar estas innovaciones a la educación pública le parece inútil e
imposible: “Esto solo se puede hacer con un alumnado de clase media”.
No hay que irse tan lejos para
encontrar otras voces críticas. “Habéis venido a ver a los de los
coloritos, ¿no?”, preguntan con retintín los chavales de los pasillos
grises a los periodistas. “Sus aulas son más chulas, pero yo prefiero el
sistema de siempre”, dice uno de ellos. “¿Qué es eso de no hacer
exámenes? Seguro que no aprenden nada”. “Están un poco mimados con sus
sofás, sus mesas con ruedas… ¡Y se llevan a los mejores profesores!”,
exclama otra. “En realidad tienen un poco de envidia porque no les ha
tocado este privilegio”, responde Sergio Arazo, que, como sus compañeros
del nuevo sistema, no quiere volver ni atado a lo de antes.
Los jesuitas llevan años preparando este cambio. Un proceso en el que
han participado profesores, alumnos y familias, que contribuyeron con
56.000 ideas sobre la escuela que querían. “A los profesores no hizo
falta convencerles porque ya era un grupo que quería un cambio, que veía
alumnos desmotivados, resultados que no mejoraban… Con los padres hizo
falta mucha transparencia”, explica la directora. “Al principio no lo
entiendes del todo, hay que verlo”, dice Daniel Ponté, padre de una niña
de quinto. ¿Trabaja menos su hija por pasarlo mejor? “Ahora tiene menos
deberes, pero cuando falta un día, tiene que recuperar un montón”,
responde. “Así que en clase deben de trabajar mucho”.
Atardece sobre los viñedos de Raimat que rodean el colegio y toca
hacer el “final del día”. Quince minutos de reflexión compartida sobre
lo aprendido. Los niños se autoevaluan del 1 al 4. Suena una música
tranquila mientras piensan un minuto en silencio y luego abandonan el
aula de colores sin necesidad de que suene un timbre.
Tomado de El País de Madrid, domingo 29 de marzo de 2015